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Pitayas inundan las calles de Hermosillo y llevan el sabor del desierto a la ciudad

Pitayas inundan las calles de Hermosillo y llevan el sabor del desierto a la ciudad

Cada verano, el corazón del desierto sonorense se convierte en cuna de uno de los frutos más emblemáticos de la región: la pitaya. Desde Carbó, una comunidad agrícola al norte del estado, jóvenes como Anahí, de 21 años, se suman a una tradición que mezcla esfuerzo, sabor y herencia cultural.

Anahí dedica un mes entero a recolectar y vender este fruto silvestre, cuya demanda crece cada junio entre los habitantes de Hermosillo. El proceso para obtenerlo es arduo: implica adentrarse de madrugada al monte y recolectar los frutos entre espinas y matorrales.

“Van y las buscan en la madrugada, como a la 1:00 de la mañana y vienen saliendo de donde las cortan como a las 8:00, 9:00, 10:00, por ahí”, relata Anahí.

Los cargamentos frescos de pitaya comienzan a llegar al amanecer a la capital. Muchos vendedores se instalan frente al Mercado Municipal o a lo largo de bulevares y tiendas de autoservicio, donde los consumidores ya esperan para comprar el fruto a 10 pesos la pieza.

“Porque la gente las espera en el Oasis temprano, porque vienen y las venden aquí temprano”, comenta.

Además de comerse al natural, las pitayas se transforman en nieves, chamoy, cielitos, raspados y pays, elaboraciones que conservan el sabor del desierto y la identidad de quienes lo habitan.

La temporada es corta pero significativa: solo un mes para vender, compartir y saborear el fruto escarlata que tiñe las calles y los puestos ambulantes de Hermosillo. Con cada canasta que se vacía, también se cuenta una historia: la de una comunidad que, entre calor, madrugadas y tradición, mantiene viva una costumbre que florece cada año con la llegada del verano.

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